Dotada de una gran belleza física, Isabel se caracterizó por ser una
persona rebelde, culta y demasiado avanzada para su tiempo. Adoraba la
equitación, llegando a participar en muchos torneos. Sentía un gran
aprecio por los animales; amaba a sus perros, costumbre heredada de su
madre, hasta el punto de pasear con ellos por los salones de palacio. Le
gustaban los papagayos y los animales exóticos en general. Incluso
llegó a tener su propia pista circense en los jardines de su palacio en Corfú. Hablaba varios idiomas: el alemán, el inglés, el francés, el húngaro, propiciado por su interés e identificación con la causa húngara, y el griego,
este último aprendido con ahínco para poder disfrutar de las obras
clásicas en su idioma original. Cuidaba su figura de una forma
maniática, llegando a hacerse instalar unas anillas en sus habitaciones
para poder practicar deporte sin ser vista. Su alimentación dio también
mucho que hablar, pues se alimentaba básicamente a base de pescado
hervido, alguna fruta y jugo de carne exprimida. A partir de los 35 años
no volvió a dejar que nadie la retratase o tomase una fotografía; para
ello, adoptó la costumbre de llevar siempre un velo azul, una sombrilla y
un gran abanico de cuero negro con el que cubría su cara cuando alguien
se acercaba demasiado a ella. Entre otras excentricidades, al final de
su vida también se hizo tatuar un ancla en el hombro (por el gran amor
que sentía por el mar y las travesías y por sentirse sin patria propia,
como los eternos marineros que vagan por el mundo) y se hacía atar al
mástil de su barco durante las tormentas. Paseaba a diario durante ocho
largas horas, llegando a extenuar a varias de sus damas de su séquito,
entre ellas Ida Ferenczy o Marie Festetics.
Además, adoraba viajar, no permaneciendo nunca en el mismo lugar más de
dos semanas. Disfrutó de la literatura, en especial de las obras de William Shakespeare, de Friedrich Hegel y de su poeta predilecto, Heinrich Heine.
Por último, detestaba el ridículo protocolo de la corte imperial de
Viena, de la que procuró permanecer alejada durante el mayor tiempo
posible y hacia la que desarrolló una auténtica fobia que le provocaba
trastornos psicosomáticos, como cefaleas, náuseas y depresión nerviosa.
La emperatriz se mantuvo alejada, siempre que pudo, de la vida pública.
Fue una emperatriz ausente de su imperio, aunque no por ello menos
pendiente de los asuntos de Estado. De hecho, fue la propia emperatriz
una de las impulsoras de la coronación de Francisco José como rey de
Hungría, hecho que se produjo finalmente en 1867.
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